domingo, 27 de junio de 2010

En el hotel

Silvia hacía unos pesos extra los domingos con el poco tiempo libre que le quedaba después de trabajar toda la semana de lo mismo, limpiando casas, oficinas y hasta hoteles alojamiento.

En la 310 pasaron toda la noche un hombre –al parecer adinerado- y una linda y esbelta muchacha que se alojaron en la suite más cara, a eso de las dos treinta. Estaban pasados de copas, y parecía que todo estaba bien según José, que los recibió desde la garita en un Audi negro último modelo.

Si bien la ley no avala este tipo de comportamientos, a eso de las cinco de la mañana en plena siesta repentina desde la garita, por las cámaras se pudo apreciar al coche antes descripto acelerar a toda velocidad retirándose del recinto, rompiendo la barrera. José se despertó con el ruido del impacto, y supuso que habían salido los dos juntos. Se comió las últimas porciones que guardaba frías en las cajas de pizza y les cobró a los que salían de pernoctar. Para las ocho de la mañana, el sol ya había impregnado de miseria todo el recinto, a excepción de las habitaciones que continuaban herméticamente cerradas.

Silvia fichó a las nueve, esquivó cinco Quilmes y servilletas de todos los colores para entrar a la casilla y verificar qué habitaciones estaban sin llave, es decir cuáles todavía tenían “huéspedes”. La suite parecía seguir ocupada, con lo que iría a las adyacentes de la 310 sin hacer mucho ruido.

Sin preguntarle siquiera porqué la barrera estaba destrozada a José que babeaba el teclado del teléfono, tomó una bolsa de residuos negra, el Lisoform con el que amenaza al poco oxígeno que queda en los pasillos, la aspiradora y un par de toallas para reponer a quien falte.

Como es costumbre, empezó su trabajo en el tercer y último piso, arrastrando el carrito en el que traía todos los aparatejos para poder limpiar. El pasillo tenía gusto a subte, el aire era denso y se habían aplacado los gritos de la madrugada, a excepción de algún que otro matutino. La alfombra estaba llena de polvo pero no podría pasar la aspiradora hasta que se vayan todos, sin embargo, las manchas que dejaban unas pisadas en dirección al acensar eran cada vez más notorias y le imantaron la atención; venían de la suite, al final del pasillo. Lo recorrió despojándose del carrito en el mayor de los silencios. Los anteojos le hicieron un favor a su miopía y al acercarse un poco más, pudo ver que la puerta estaba entreabierta. Con el coraje que le quedaba dio unos pasos hasta el picaporte. Haciendo presión hacia abajo, su nariz, sus poros y toda ella recrearon una imagen hedionda; en la alfombra yacía un hombre hermoso, boca abajo, lleno de golpes, ensangrentado, vestido de mujer. Silvia no sabe porqué pudo optar por no gritar, quizás fue el estado de shock. Miró a su alrededor; las cortinas húmedas, una peluca sucia, seis calas marchitas en un jarrón de testigo, los profilácticos, algunos sin usar, de color y sabores distintos, gel lubricante y dos objetos fálicos. La bañera estaba al rojo vivo en un sendero que daba hasta el cuerpo. Más allá del horror, hubo algo que le extrañó y fue ver en el tocador, el algodón manchado de maquillaje que parecía haberse quitado con violencia, los zapatos rojos como su cuerpo, y el cierre de un vestido violado. No quiso ver más, ni pisar más sobre esa alfombra manchada con muerte, salió descompuesta a llamar a la policía.

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