viernes, 19 de febrero de 2010

Historias del trayecto VI

Lo primero y último que le ví fueron los ojos. Y es que nunca había hecho contacto con un índigo tan profundo... Tenía cara de loco. Más bien no parpadeaba, el contacto visual era muy fuerte. También ayudaba a ese prejuicio que estuviera rapado a cero; tenía el pelo crecido de unos tres días.
Se sentó en el último asiento del quince. Era el único que no sufría el torbellino de su cabellera en medio de la Panamericana por razones obvias, claro. Sus ojos se fijaban puntualmente en los míos; verlo tan de frente quizás haga que pueda describirlo tan bien.
Llevaba ropa deportiva, sugería ir sin apuro a algún destino que lo hizo bajar cerca del Solei, tenía una remera blanca, esas que usan los profesores de las colonias de vacaciones, siempre medias gastadas, supongo, por la exposición solar; sus pantalones eran de un azul marino muy oscuro, de esos que se confunden con el negro, o gris topo. Estaba calzado con unas sandalias de goma parecidas a las que le regalé a mi papá en navidad.
Mientras mi medio metro de pelo ondulado se entrecruzaba como bandera flameante, ante el inmenso calor, con el bondi hasta las manos y los brazos marcados por el peso de la cartera y la bolsa que llevaba, nos seguíamos mirando. Quizás, su mente voló a la par mío, quizás no. Solo yo puedo decir todo lo que imaginé; puede que prejuzgándolo, puede que deseando que fuera de una manera en particular.
Hay algo que nunca me desanima cuando alguien en un trayecto me atrae tanto, y es la historia de mi amiga Daniela. Ella chocó miradas que creyó inconclusas y el flaco terminó corriéndola hasta el extremo opuesto de la escalera mecánica del subte para pedirle el teléfono. Entonces supe que estas cosas no pasan sólo en las películas, o en una cursi melodía de un tal James Blunt.
Luego bastó con que se rascara el ojo derecho con la misma mano... era casado. Seré un especimen desconocido en estos tiempos, pero realmente me jodió seguir mirándolo. Me detuve, me pasaron mil experiencias -ajenas y propias- por la cabeza, y me limité a que estos ojos marrones se despidieran de los suyos, viéndolo bajar a la altura de Boulogne.

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