Es increíble como lo pequeño, de vez en cuando desgraba ese cassete, y, me alimenta, o me quita.
Tan preocupada estaba por el peso que llevaba, por dónde podía esperar sentada y esquivar a la vieja que tenía el 32 y no paraba de quejarse, que me perdí de lo que tenía enfrente: unos cinco años, seis a más tardar de pura pequeñez, subida a upa sobre el mostrador, jugando con su abuelo. Ella le preguntaba para qué servía tal máquina, él, trataba de acercarle una respuesta confiable (los chicos miden eso con una vara terrible). Sus piecitos en sandalias se balanceaban como en la hamaca pero sin riesgo alguno; él estaba ahí.
De repente me importó un carajo si el helado era de limón o de maracuyá, si me quedaba o me iba. La heladería me había regalado el fiel retrato de lo que fui y de lo que tuve alguna vez a la misma edad. Y, sin que me escuchara, le dije: Nena, no lo sueltes, nunca sabes cuando empieza el trayecto de extrañarlo toda la vida.
A mi abuelo Tito, y sus primeros llibros para pintar y leer.
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