Violeta se hallaba descolorida, casi sin alma, luego de que algunos captores habían querido robarle la esencia. Caminaba en círculos, se perdía en un desierto pantanoso lleno de miseria y desidia. Cuando la sed la acechaba, recordaba los momentos de júbilo en aquellos jardines de plena Babilonia; era lo único que la distraía y le componía una mueca parecida a una sonrisa. Su cantimplora oxidada, los pies descalzos, la esperanza famélica.
Tal fue la ventisca que levantó la ola de calor que se tapó los ojos, y se dejó llevar por el resto de sus sentidos. Caminó en un sentido incierto, hasta poder ayudarse por el perfume de las cascadas y la selva, cada vez más cerca. Se cargó de las últimas energías que le restaban, corrió, lo hizo por su bien. Ya sin importarle tropezar, fue más rápido y más fuerte, ciega, aunque audaz, y pegó un salto esbozando un sollozo de placer.
Alguien la encontró a Violeta, ya cansada de tanto llorar y tanta sed, reposando y en posición fetal. Estaba tanto o más exhausto, pero acostumbrado, el viajante le quitó las bendas y la llevó a refrescarse. Había mucho verde para ver.
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